Don Bosco, no sabiendo ya dónde reunir a los muchachos de su Oratorio, arrendó un prado rodeado de una valla.
Había una especie de cabaña en el medio, donde se guardaban los materiales de los juegos. Alrededor, cada domingo, corrían a perseguirse y se recreaban trescientos muchachos. En un ángulo, sentado en un banco, Don Bosco confesaba. Hacia las diez, redoblaba un tambor militar y los jóvenes se ponían en fila. Luego sonaba una trompeta y se partía hacia la Consolata, o al Monte de los Capuchinos. Allí Don Bosco decía la Misa, distribuía la Comunión, y luego se repartía el desayuno.
Un muchacho apenas llegado de su pueblo, Pablo C., albañil, un día se unió a la turba de los muchachos que iban al Monte de los Capuchinos.
He aquí su relato:
Se celebró la Misa, muchos comulgaron, luego fueron todos al patio del convento para desayunar. Yo creí que no tenía derecho a ello, y me retiré esperando unirme a ellos al regreso. Pero Don Bosco me vio y se me acercó:
-¿Cómo te llamas?
-Pablito.
-¿Has tomado el desayuno?
-No señor, porque no me confesado ni comulgado.
-Pero no es necesario confesarte ni comulgar para recibir el desayuno.
-¿Y qué se requiere?
-Tener apetito.
Me llevó junto al cesto y me dio en abundancia pan y fruta. Bajé con él y en el prado jugué hasta la noche.
Desde aquel momento, durante muchos años, no abandoné el oratorio y al querido Don Bosco, que me hizo tanto bien.
Una tarde de fiesta, mientras los muchachos jugaban, Don Bosco vio a la otra parte de la valla a un muchacho de unos quince años. Lo llamó:
-Ven dentro. ¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas?
El muchacho no respondía. Y Don Bosco:
-Pero, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal?
Todavía dudó. Luego, casi desclavando los labios, dijo sólo:
-Tengo hambre.
El cesto estaba vacío. Don Bosco mandó a buscar pan en una familia vecina y le dejó comer en paz.
Luego fue el muchacho quien se lanzó a hablar; como para quitarse un peso del corazón:
-Soy sillero, pero el patrono me ha despedido porque no sé trabajar bien. Mi familia se quedó en el pueblo. Esta noche he dormido en las escaleras de la catedral, y esta mañana por el hambre quería robar. Pero tenía miedo. He tratado de pedir limosna, pero me decía: Sano y robusto como eres, ve a trabajar. Luego he oído gritar a los muchachos aquí y me he acercado.
-Mira, para esta tarde y esta noche me cuidaré yo. Mañana iremos a un buen patrono y verás cómo te acogerá. Si luego quieres venir aquí los días de fiesta, me darás una alegría.
-Vendré con gusto.
¿Crees que ya no hay muchachos así hoy? Infórmate.
Exagerar en el comer helados, patatas fritas, palomitas, chocolatinas, mientras otros de tu edad padecen hambre ¿te parece cosa hermosa y digna?
Renuncia a un helado pensando: Señor, te ofrezco este sacrificio para que un muchacho que no conozco pueda tener algo que comer. Es un gesto cristiano.
Oh Padre y maestro de la juventud, San Juan Bosco,
que tanto trabajaste por la salvación de las almas,
sé nuestro guía en buscar nuestra salvación
y la salvación del prójimo.
Ayúdanos a vencer las pasiones
y cuidar el respeto humano.
Enséñanos a amar a Jesús Sacramentado,
a María Santísima Auxiliadora y a la Iglesia.
Alcánzanos de Dios una santa muerte
para que podamos encontrarnos juntos en el cielo.
Amén.
San Juan Bosco, ruega por nosotros.