12 de abril de 1846. Es Pascua. Las campanas suenan en toda la ciudad de Turín. La Iglesita del Oratorio es perfecta por su sencillez. Los muchachos llegan en la alegría de Pascua, se agolpan alrededor del altar; junto a las ventanas, en la franja de prado que rodea la iglesia: escuchan la Misa de Don Bosco. Luego, recogiendo el panecillo, aclaman en los prados, y la alegría estalla: la alegría de tener finalmente su casa.
Don Bosco los confiesa, dice Misa, predica para ellos, les procura el desayuno, juega con ellos, da clase a quien lo desea, los vuelve a llevar a la iglesia por la tarde para el catecismo, habla con cada uno de sus problemas, asume tantos compromisos que su semana no tendrá un momento libre.
Pero también Don Bosco es sólo un hombre, y en una tarde calurosísima de julio, mientras da clase a un grupito a la sombra de una pared, cae desmayado con sangre en la boca. Los muchachos, asustados, lo llevan en vilo a su habitación, que está junto a la obra de la marquesa Barolo. El médico, que llega tarde, por la noche, dice que está gravísimo, que se encuentra agonizante. Se comunica rápidamente la noticia a su madre, Margarita, que viene de Los Becchi para curarlo.
El día después la noticia se difunde rápida por los andamios de los pequeños albañiles, en los talleres de los jóvenes mecánicos: Don Bosco se muere.
Grupos de muchachos asustados corren a la obra Barolo, apenas acaban su trabajo. No se han cambiado la ropa, no han cenado para correr en seguida:
-¿Es verdad que Don Bosco está malo? ¿Podemos verlo? ¿Aunque sea un solo momento?
Le ven blanco y pálido, con los ojos cerrados, la respiración afanosa, echado en la cama. Rezan, lloran:
-¡Señor, no le dejes morir! Si él se muere, ¿quién nos queda?.
Durante ocho días Don Bosco lucha entre la vida y la muerte. Es en aquellos días cuando sale a la luz todo el amor de aquellos muchachos por su Don Bosco.
Hay quienes trabajan en los andamios de los añbañiles, bajo un sol ardiente, sin probar gota de agua: Te ofrezco este sacrificio, Señor, para que Don Bosco no se muera.
Hay otros que, al terminar el trabajo, van a pasar la noche en el Santuario de la Consolata, arrodillados delante de la Virgen. Los ojos se cierran por el sueño, pero se han propuesto despertarse unos a otros: Por este sacrificio, Madre del Señor, restitúyenos a Don Bosco.
Y rezan todos, con las palabras de los sencillos y de los ignorantes, pero con el corazón grande y lleno de dolor de los hijos.
El sábado Don Bosco sufre una grave crisis. Cada respiro le arranca de los pulmones un vómito de sangre.
Está llegando al final, dice el médico. Pero, ¿qué sabe él de la fe de los pequeños que mueve las montañas y resucita a los muertos
? Está llegando la gracia, lograda por aquellos muchachos a quienes la Virgen no puede dejar sin padre.
La gracia Don Bosco siente que llega dentro de sí como un soplo de aire fresco que le ayuda finalmente a respirar sin cobrarse un vómito de sangre. Y con la respiración vuelve el sueño restaurador, que lo deja dormir mucho tiempo, tanto cuanto han pasado en vela sus muchachos.
Al atardecer del último domingo de julio, el médico le dice que puede dar un pequeño paso. Y Don Bosco va, a paso lento, apoyándose en un bastón, a su Oratorio.
Le ven desde lejos, corren a su encuentro, le hacen sentarse en una silla y lo llevan en alto, en triunfo.
Cantan y lloran, sus pequeños amigos, y van derechos a la iglesia, a dar gracias al Señor y a la Virgen.
Don Bosco hace señales de querer hablar, y en el tenso silencio dice sólo:
-Os debo mi vida. Pero podéis estar seguros de que la gastaré toda por vosotros. Y vosotros ayudadme.
Los muchachos pidieron con insistencia a la Virgen la salud de Don Bosco, y Ella respondió restituyendo la salud a su gran amigo.
Yo, cuando tengo necesidad de algo grande, ¿se lo pido a la Virgen? Ella es mi madre, y está pronta a escucharme.
Oh Padre y maestro de la juventud, San Juan Bosco,
que tanto trabajaste por la salvación de las almas,
sé nuestro guía en buscar nuestra salvación
y la salvación del prójimo.
Ayúdanos a vencer las pasiones
y cuidar el respeto humano.
Enséñanos a amar a Jesús Sacramentado,
a María Santísima Auxiliadora y a la Iglesia.
Alcánzanos de Dios una santa muerte
para que podamos encontrarnos juntos en el cielo.
Amén.