Una ilustre señora de Turín ocupa en aquellos años un lugar de primer plano en la sociedad ciudadana: es la marquesa de Barolo, sesenta años. Sin hijos y con un inmenso patrimonio, se dedica completamente a las mujeres y a las muchachas marginadas.
Para ver concretamente cuáles son las condiciones de las mujeres encerradas en la cárcel, pasa durante muchos meses tres horas al día encerrada también en las celdas con ellas. Soporta humillaciones, insultos, es golpeada. Al final, su relato a las autoridades es tan convincente, que obtiene para las prisioneras un edificio más sano y condiciones de vida mucho más humanas.
De aquella experiencia sufrida en su piel, nacen todas sus actividades. Compromete su patrimonio para construir, al lado del hospital del Cottolengo, el Refugio. Es un conjunto de edificios situados en el barrio de Valdocco. Hay también una casa para las muchachas en peligro con menos de catorce años. Va a recogerlas ella por las calles, o se las trae la policía. Colaborador de la marquesa es don Borel, un sacerdote pequeño y vivacísimo, que es también capellán del Rey. Predica en dialecto a la gente del barrio y es muy escuchado.
Don Cafasso, al término de los tres años pasados por Don Bosco en el Colegio Eclesiástico, le comunica:
-Te he obtenido un puesto y un estipendio en las Obras de la Marquesa. Llevarás allá tu Oratorio, y echarás también una mano a don Borel, mientras no encuentres un sitio mejor para tus muchachos.
La Marquesa concede durante seis meses a Don Bosco una franja de terreno que rodea sus edificios. Los muchachos podrán jugar allí.
Los seis meses pasan, y Don Bosco ha buscado en vano un lugar adecuado para su Oratorio. Sin embargo, es preciso dejar el lugar prestado por la Marquesa.
Con la sonrisa en los labios y la tristeza en el corazón hace desesperado un último intento: pide trasladar a sus muchachos a un viejo cementerio abandonado, San Pedro in Vinculi. Hay una iglesia, un atrio, un amplio patio rodeado de pórticos. El capellán del cementerio, don Tesio, amigo de Don Bosco, acepta.
El 25 de mayo de 1845 los muchachos abarrotan la Misa, luego cogen al vuelo el panecillo del desayuno y se desparraman ruidosamente por el patio y bajo los pórticos. La sirvienta del capellán, que bajo aquellos pórticos cría un gallinero, se siente trastornada y monta en cólera. Se pone a gritar, a correr, a mover el mango de la escoba, mientras la gallinas, asustadas, huyen perseguidas por los muchachos.
Al irlos siguiendo, la mujer arroja una palangana de agua contra un muchacho particularmente bulliciosos, amenaza a otro que se ha adueñado de un trozo de madera redondo para hacer un muñeco. Llega cerca de Don Bosco y le colma también a él de injurias: Profanador de lugares sagrados! ¡Cura de los barrabás!.
Con ella – escribe sonriendo Don Bosco- chillaban contra nosotros una chiquilla, un perro, un gato y todo un gallinero, pareciendo que fuese a estallar una guerra europea.
Don Bosco comprende que lo mejor es irse de allí. Interrumpe el recreo y se encamina con los muchachos hacia la salida.
-¡Por fin, ya no os volveré a ver, miserables! -grita detrás la mujer con cofia atravesada.
Y Don Bosco, al muchacho Melanotte de Lanzo, que iba a su lado, le susurra:
-¡Pobrecilla! Nos manda marcharnos y no sabe que ella misma, el domingo próximo, ya no estará.
Durante la semana, la mujer muere improvisadamente. Melanotte cuenta asustado la profecía de Don Bosco a sus compañeros. Alguno comienza a mirar a Don Bosco de forma diversa: ¿quién es aquel sacerdote amigo de ellos? ¿Un mago? ¿Un santo?
La sirvienta del párroco que no quería ver más a los muchachos de Don Bosco, no sabía que estaba a punto de morir. No fue un castigo de Dios. Simplemente le había llegado su hora, aunque ella no lo sabía.
Muchas veces pensamos en la muerte de los demás y no pensamos que también nuestra muerte tiene una hora fijada, que llegará cuando menos lo pensemos.
Hoy pensaré en mi muerte. Es un momento muy importante: en aquel momento encontraré a Dios y comenzaré otra vida. Debo pensar en ello de vez en cuando, para que la muerte no me llegue sin que lo haya pensado seriamente.
Oh Padre y maestro de la juventud, San Juan Bosco,
que tanto trabajaste por la salvación de las almas,
sé nuestro guía en buscar nuestra salvación
y la salvación del prójimo.
Ayúdanos a vencer las pasiones
y cuidar el respeto humano.
Enséñanos a amar a Jesús Sacramentado,
a María Santísima Auxiliadora y a la Iglesia.
Alcánzanos de Dios una santa muerte
para que podamos encontrarnos juntos en el cielo.
Amén.
San Juan Bosco, ruega por nosotros.