En el mes de marzo, llegaron al prado sus dueños. Se agacharon hacia los terrones pisoteados sin piedad por ochocientos zuecos y zapatos.
Llamaron a Don Bosco:
-¡Pero esto está hecho un desierto!
-¿Quién arrendará en adelante nuestro prado para pastorear las vacas? Tenga paciencia, querido sacerdote, pero así no se puede continuar. Nosotros le habíamos arrendado un prado, no una plaza. Le perdonamos el arriendo de este mes, pero debemos despedirle. Dentro del mes debe llevarse fuera a sus jóvenes.
Para Don Bosco fue un golpe durísimo. Estaba llegando la primavera, la Pascua y hacía falta encontrar en seguida otro lugar; de lo contrario se habrían desbandado. Pero esta vez no encontró nada. La historia del manicomio se había difundido, ¿y quién arrienda algo a un loco?
El último domingo que Don Bosco pudo pasar en aquel prado fue para él uno de los días más amargos de su vida.
Fue con los muchachos a la Virgen de Campaña. Durante la Misa habló, pero no se sintió con ánimos para hacer bromas. Dijo que los miraba como se mira a los pájaros a los que alguien quiere destruir el nido. Los invitó a rezar a la Virgen, a pesar de todo, estaban en sus manos.
A mediodía hizo un último intento con los dueños del prado. No logró nada. Y sin embargo, debía decir a sus muchachos, antes de la tarde, dónde se habrían de reunir el domingo siguiente, de lo contrario, el Oratorio habría llegado a su fin.
Al atardecer de aquel día -escribió-, contemplaba la multitud de muchachos que jugaban. Yo estaba solo, sin fuerzas, en un estado de salud deplorable. Me retiré a un lado, paseando a solas, y me conmoví hasta las lágrimas: “Dios mío, exclamé, decidme qué he de hacer”
En aquel momento llegó no un ángel, sino un hombrecillo balbuciente: Pancracio Soave, fabricante de detergentes.
-¿Es verdad que busca un sitio para montar un laboratorio?
-No un laboratorio, sino un oratorio.
-No sé cuál es la diferencia, pero un terreno sí que hay; venga a verlo. Es propiedad del señor Francisco Pinardi, una persona honrada.
Don Bosco, siempre en aquella zona llamada Valdocco, recorrió en diagonal unos doscientos metros y se encontró ante una casucha de una sola planta con escalera y balcón de madera carcomida.
Pinardi y Soave le dijeron: El lugar destinado para usted está aquí detrás.
Se trataba de un cobertizo alargado que, por un lado, se apoyaba en el lado norte de la casa Pinardi. Un muro a su alrededor lo transformaba en una especie de salón. Había sido construido hacía poco y había servido de almacén de las lavanderas (los detergentes los compraban a Pancracio Soave y lavaban la ropa en un canal que corría allí cerca e iba a desembocar en el río Dora).
El cobertizo medía 15 metros por 6, y tenía al lado vanos más pequeños. Don Bosco estuvo a punto de rehusarlo.
-No me sirve, porque es demasiado bajo.
-Lo haré arreglar a su gusto – dijo Pinardi-. Excavaré, pondré unos escalones y otro pavimento; pues deseo ardientemente que usted establezca aquí su laboratorio.
-No un laboratorio, sino un oratorio, una pequeña iglesia para reunir a los muchachos.
Don Bosco estaba todavía incierto. Luego dijo:
-Si puede usted rebajar el pavimento no menos de un pie (50 centímetros), acepto.
Se chocaron las manos, como se solía hacer para concluir un asunto entre hombres honrados.
Don Bosco corrió en seguida con los jóvenes y gritó:
-¡Ánimo, hijos míos, ya tenemos el Oratorio! Es allí, en la propiedad del señor Pinardi.
Los muchachos bajan corriendo a ver el cobertizo juntamente con Don Bosco. Lo miran dudando, en silencio.
Pero Don Bosco dice:
-Es bajo y feo, lo veo yo también. Pero nosotros lo transformaremos en la iglesia de nuestro Oratorio. El señor Pinardi me ha prometido rebajarla medio metro, poner un pavimento de madera, arreglará y blanqueará las paredes. Yo también vendré. Quien de vosotros, acabado su trabajo, quiera venir a echar una mano, será bienvenido. ¡Trabajaremos juntos por nuestra casa!
Los pequeños albañiles con sus camisas todavía sucias de cal, los jóvenes obreros con las manos sucias de trabajo, los débiles limpiachimeneas con los ojos grandes rodeados de negro, vienen. Al lado de Don Bosco que cepilla las maderas para el pavimento, agarran las herramientas y le sonríen:
-¡Don Bosco, yo también estoy aquí!
Y trabajan. Carretillas, palas, llanas, blades de cal viva, tablas de madera. Rostros serenos y sudorosos que trabajan con intensidad por su iglesia, manos que se estrechan, hasta el altar construido con aquellas manos de muchachos obreros.
Aquel golpear, colocar, bruñir, es una gran música: es el sonido de los muchachos que con Don Bosco construyen su Oratorio.
Los muchachos de Don Bosco construyen su iglesia, añadiendo horas de trabajo al trabajo ya pesado de todo el día.
Ellos sentían la iglesia como casa del Señor y su casa, donde escuchaban la Palabra de Dios y se encontraban con Él en la Comunión y en la Confesión.
¿Es así la iglesia para mí? ¿Un lugar extraño donde no entro nunca, excepto el domingo para una Misa apresurada, o como la casa de Dios adonde voy a encontrarle con frecuencia?
En el sagrario Jesús me espera, para hablar conmigo.
Oh Padre y maestro de la juventud, San Juan Bosco,
que tanto trabajaste por la salvación de las almas,
sé nuestro guía en buscar nuestra salvación
y la salvación del prójimo.
Ayúdanos a vencer las pasiones
y cuidar el respeto humano.
Enséñanos a amar a Jesús Sacramentado,
a María Santísima Auxiliadora y a la Iglesia.
Alcánzanos de Dios una santa muerte
para que podamos encontrarnos juntos en el cielo.
Amén