Día 17: “Vida dura en el Seminario”



El 30 de octubre de 1835 Juan, que tiene veinte años y ha vestido el hábito de los clérigos que desean ser sacerdotes, debe entrar en el Seminario de Chieri. La víspera de la partida, su madre le dice estas palabras:
Querido Juan, has vestido el hábito sacerdotal; yo experimento con este hecho todo el consuelo que una madre puede sentir ante la suerte de su hijo.
Pero recuerda que no es el hábito lo que honra su estado, sino la práctica de la virtud.
Cuando viniste al mundo, te consagré a la Santísima Virgen. Al iniciar los estudios te recomendé la devoción a esta Nuestra Madre. Ahora te aconsejo ser todo suyo, Juan.

Al concluir estas palabras -escribe Don Bosco-, mi madre estaba conmovida. Yo derramaba lágrimas.
;Le respondí: “Madre, le agradezco cuanto ha dicho y hecho por mí; estas sus palabras no han sido dichas en vano y las conservaré como un tesoro durante toda mi vida.

Un saludo alegre desde lo alto de un muro

Juan había caminado mucho por las colinas de su tierra, había trepado a los árboles para observar un nido de pájaros o para ganar a un saltimbanqui, había respirado a plenos pulmones el aire libre durante veinte años. Sintió un vuelco en el corazón cuando se vio encerrado entre las cuatro paredes austeras del Seminario: un cuadrado severo, como una fortaleza rodeada de muros donde habría debido vivir seis años.

Estaba a su lado el amigo Garigliano, también él socio sereno y bullicioso de la Sociedad de la alegría, también él con un hilo de tristeza ante aquellos muros altos y severos. Pero en aquel momento Juan vio, en el centro del muro más macizo, un reloj de sol que tenía esta inscripción: Afflictis lentae, celeres gaudentibus horae.
Para él, como experto latinista, aquellas palabras eran transparentes. Significaban:" Para quien sufre las horas pasan lentas; pero son veloces para quien está alegre".

Tres días para comprender

Aquella misma tarde, en la iglesia del Seminario colocados en los sólidos bancos, los seminaristas cantaron la antigua invocación al Espíritu Santo (Veni, Creator Spiritus) y comenzaron cinco días de ejercicios espirituales.

Fueron cinco días intensos. Cuatro pláticas cada día dirigidas por dos predicadores que se alternaban. Silencio riguroso en el resto del día, punteado por frecuentes oraciones y comenzando siempre por la santa Misa. Confesión diligente y Comunión el último día.

En aquellos cinco días se dijo, se repitió, casi se remachó, la finalidad para la que ellos comenzaban el Seminario: habrían consumido su vida no para cultivar campos, no para construir casas, no para dar clases desde una cátedra, no para procurarse una vida cómoda y tranquila, sino para ser Jesús entre la gente.

Jesús había gastado su vida para llevar a la gente la Palabra de Dios, para invitar a pensar menos en la tierra y más en el Cielo. Había ido de pueblo en pueblo para convencer a todos a sanar del pecado, del egoísmo, de la prepotencia, de la sensualidad: los grandes males que crecen en el corazón y que llevan a la ruina en esta vida y a la perdición eterna en la otra.

Había llevado a todos el perdón de Dios. Había demostrado un amor tiernísimo hacia los pequeños, los enfermos, los pobres. Había dado la vida en la cruz para abrir a todos las puertas del Paraíso.

Quien escogía hacerse sacerdote asumía para sí este programa.
Un sacerdote, todo sacerdote, debía revivir a Jesús entre la gente, hasta dar la vida por la salvación de los hermanos.
Arrodillado en la capilla del Seminario, Juan rezó: “Jesús, ayúdame a ser Tú en medio de los jóvenes que me has confiado



El Seminario de tu diócesis es el lugar donde muchachos como tú se preparan para ser los sacerdotes de mañana.

¿Sabes dónde está? ¿Cuántos seminaristas tiene?

¿Por qué estos muchachos han entrado en el Seminario? No han tenido una visión;, ni han oído una voz especial de Jesús. Simplemente han pensado que ser sacerdote; es una gran misión. Y han intentado realizarla.

Podríais escribir juntos una carta a vuestros seminaristas , haciéndoles preguntas, dándoles noticias, organizando un encuentro.






Oh Padre y maestro de la juventud, San Juan Bosco,
que tanto trabajaste por la salvación de las almas,
sé nuestro guía en buscar nuestra salvación
y la salvación del prójimo.

Ayúdanos a vencer las pasiones
y cuidar el respeto humano.

Enséñanos a amar a Jesús Sacramentado,
a María Santísima Auxiliadora y a la Iglesia.

Alcánzanos de Dios una santa muerte
para que podamos encontrarnos juntos en el cielo.
Amén.