De los sueños de San Juan Bosco-El Purgatorio


EL PURGATORIO




SUEÑO 61 .—AÑO DE 1867.
(M. B. Tomo VIII, pág. 853-858)

El 25 de junio [San] Juan Don Bosco habló a la Comunidad, después de las oraciones de la noche, en estos términos:

«Ayer noche, mis queridos hijos, me había acostado, y no pudiéndome dormir, pensaba en la naturaleza y modo de existir del alma; cómo estaba hecha; cómo se podía encontrar en la otra vida separada del cuerpo; cómo se trasladaría de un lugar a otro; cómo nos podremos conocer entonces los unos a los otros siendo así que, después de la muerte sólo seremos espíritus. Y cuanto más reflexionaba sobre esto, tanto más misterioso me parecía todo.

Mientras divagaba sobre éstas y otras semejantes fantasías me quedé dormido y...


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...me pareció estar en el camino que conduce a (y nombró la ciudad) y que a ella me dirigía. Caminé durante un rato; atravesé pueblos para mí desconocidos, cuando de pronto sentí que me llamaban por mi nombre. Era la voz de una persona que estaba parada en el camino.

—Ven conmigo —me dijo—; ahora podrás ver lo que deseas.

Obedecí inmediatamente. El tal se movía con tal rapidez que ni el mismo pensamiento le podía aventajar; lo mismo yo. Caminábamos sin que nuestros pies tocasen el suelo. Al llegar a una región que no sabría precisar, mi guía se detuvo. Sobre un lugar eminente se elevaba un magnífico palacio de admirable estructura. No sabría puntualizar dónde estaba, ni sobre qué altura; no recuerdo si sobre una montaña o en el aire, sobre las nubes. Era un edificio inaccesible, pues no se veía camino alguno que a él condujese. Sus puertas estaban a una altura considerable.

—¡Mira! ¡Sube a aquel palacio!— me dijo mi guía.

—¿Cómo podré hacerlo? —exclamé—. ¿Qué es lo que tengo que hacer? Aquí abajo no veo camino alguno y yo no tengo alas.
 —¡Entra!—, me dijo el otro en tono imperativo.

Y viendo que yo no me movía, añadió:
—Haz lo que yo; levanta los brazos con buena voluntad y subirás. Ven conmigo.

Y diciendo esto levantó en alto las manos hacia el cielo. Yo abrí entonces los brazos y al instante me sentí elevado en el aire a guisa de ligera nube. Y heme aquí a la entrada de palacio. El guía me había acompañado.

—¿Qué hay ahí dentro?—, le pregunté.
—Entra; visítalo y verás. En una sala, al fondo, encontrarás quien te aleccione.

El guía desapareció y yo, habiéndome quedado sólo y como guía de mí mismo, entré en el pórtico, subí las escaleras y me encontré en un departamento verdaderamente regio. Recorrí salas espaciosas, habitaciones riquísimamente decoradas y largos corredores. Yo caminaba a una velocidad fuera de lo natural. Cada sala brillaba al conjuro de los sorprendentes tesoros en ellas acumulados y con gran rapidez recorrí tantos departamentos que me hubiera sido imposible enumerarlos.

Pero, lo más admirable fue lo siguiente:
A pesar de que corría a la velocidad del viento, no movía los pies, sino que permaneciendo suspendido en el aire y con las piernas juntas, me deslizaba sin cansancio sobre el pavimento sin tocarlo, como si se tratase de una superficie de cristal. Así, pasando de una sala a otra, vi finalmente al fondo de una galería una puerta. Entré y me encontré en un gran salón, magnífico sobre toda ponderación... Al fondo del mismo, sobre un sillón, vi majestuosamente sentado a un Obispo, en actitud de recibir audiencia. Me acerqué con respeto y quedé maravillado al reconocer en aquel prelado a un amigo íntimo. Era Monseñor... (y dijo el nombre), Obispo de... muerto hacía dos años. Parecía que no sufriese nada.

Su aspecto era saludable, afectuoso y de una belleza qué no se puede expresar.

—¡Oh, Monseñor! ¿Usted aquí?—, le dije con alegría.
 —¿No me ves?—, replicó.
—¿Cómo es esto? ¿Está vivo todavía? Pero ¿no murió?
—Sí, que he muerto.
—Y si murió, ¿cómo es que está ahí sentado, con ese aspecto tan saludable y de tan buena apariencia? Si es que está vivo todavía, dígamelo, pues de lo contrario nos veremos en graves aprietos.

En A... hay otro Obispo, Monseñor... ¿cómo arreglaremos este asunto?
—Esté tranquilo, no se preocupe, que yo estoy muerto —me contestó—.
 —Más vale así, pues ya hay otro puesto en su lugar.
—Lo sé. ¿Y Vos, [San] Juan Don Bosco, está vivo o muerto?
—Yo estoy vivo. ¿No me ve aquí en cuerpo y alma?
 —Aquí no se puede venir con el cuerpo.
—Pues yo lo estoy. —Eso le parece, pero no es así.

Y al llegar a este punto de la conversación comencé a hablar muy de prisa, haciendo pregunta tras pregunta, sin obtener contestación alguna.

—¿Cómo es posible —decía— que estando yo vivo pueda estar aquí con Vuecencia que está muerto?

Y tenía miedo de que el prelado desapareciese; por eso comencé a decirle en tono suplicante:
—Monseñor, por caridad, no se vaya. ¡Necesito saber tantas cosas!

El Obispo, al verme tan preocupado:
 —No se inquiete de ese modo —me dijo—; está tranquilo, no dude de mí; no me iré; hable.
—Dígame, Monseñor, ¿se ha salvado?
 —Míreme— contestó; observe cuan lozano resplandeciente me encuentro.

Su aspecto me daba cierta esperanza de que se hubiera salvado; pero no contentándome con eso, añadí:
—Dígame si se ha salvado: ¿sí o no?
—Sí; estoy en un lugar de salvación— me respondió.
 —Pero ¿está en el Paraíso gozando de Dios o en el Purgatorio?
—Estoy en un lugar de salvación; pero aún no he visto a Dios y necesito aún que rece por mi.
 —¿Y cuánto tiempo tendrá que estar todavía en el Purgatorio?
—¡Mire aquí!— Y me mostró un papel, añadiendo:
 —¡Lea!

Yo tomé el papel en la mano, lo examiné atentamente, pero no viendo en él nada escrito, le dije:

—Yo no veo nada.
—Mire lo que hay escrito; lea—. Me volvió a decir.
—Lo he mirado y lo estoy mirando, pero no puedo leer nada, porque nada hay escrito.

Mire mejor.
—Veo un papel con dibujos en forma de flores celestes, verdes, violáceas, pero cifras no veo ninguna. —Pues esas son mis cifras.
—Yo no veo ni cifras, ni números.

El prelado miró el papel que yo tenía en la mano y después dijo:

—Ya sé por qué no comprende, ponga el papel al revés.

Examiné la hoja con mayor atención, la volví de un lado y de otro, pero ni al derecho ni al revés la pude leer. Solamente me pareció apreciar que entre los trazos de aquellos dibujos se veía el número dos.

El Obispo continuó: ¿Sabe por qué es necesario leer al revés? Porque los juicios de Dios son diferentes de los juicios del mundo. Lo que los hombres juzgan como sabiduría es necedad para Dios.

No me atreví a pedirle me diera una más clara explicación, y dije:
—Monseñor, no se marche; tengo que preguntarle algunas cosas más.

—Pregunte, pues; yo le escucho.
 —¿Me salvaré?
 —Tenga esperanza en ello.
 —No me haga sufrir; dígame si me salvaré.
 —No lo sé.
—Al menos, dígame si estoy o no en gracia de Dios.
 —No lo sé.
 —¿Y mis jóvenes, se salvarán?
—No lo sé.
—Por favor, le suplico que me lo diga.
—Ha estudiado Teología, por tanto lo puede saber y darse la respuesta a sí mismo.
—¿Cómo? ¿Está en un lugar de salvación y no sabéis nada de estas cosas?
—Mire; el Señor se las hace saber a quien quiere; y cuando quiere que se den a conocer estas cosas, concede el permiso y da la orden. De otra manera nadie puede comunicarlo a los que viven aún.

Yo me sentía impulsado por un deseo vehemente de preguntar más y más cosas ante el temor de que Monseñor se marchase.

—Ahora, dígame algo de su parte para comunicarlo a mis jóvenes.
—Vos sabéis tan bien como yo qué es lo que tiene que hacer. Tenéis la Iglesia, el Evangelio, las demás Escrituras que lo contienen todo; dígales que salven el alma, que lo demás nada interesa.

—Pero, eso lo sabemos ya; debemos salvar el alma. Lo que necesitamos es conocer los medios que hemos de emplear para conseguirlo. Déme un consejo que nos haga recordar esta necesidad. Yo se lo repetiré a mis jóvenes en vuestro nombre.
 —Dígales que sean buenos y obedientes
 —¿Y quién no sabe esas cosas?
—Dígales que sean modestos y que recen.
 —Pero, dígame algo más práctico.
—Dígales que se confiesen frecuentemente y que hagan buenas comuniones. —Algo más concreto, más particular.
—Se lo diré puesto que así lo quiere. Dígales que tienen delante de si una niebla y que simplemente el distinguirla es ya una buena cosa. Que se quiten ese obstáculo de delante de los ojos, como se lee en los Salmos:

Nubem dissipa.
 —¿Y qué significa esa niebla?
—Todas las cosas del mundo, las cuales impiden ver la realidad de los bienes celestiales.
—¿Y qué deben hacer para que desaparezca esa niebla?

—Considerar el mundo tal cual es: mundus totus in maligno positus est; y entonces salvarán el alma: que no se dejen engañar por las apariencias mundanas. Los jóvenes creen que los placeres, las alegrías, las amistades del mundo pueden hacerles felices y, por tanto, no esperan más que el momento de poder gozar de ellas; pero que recuerden que todo es vanidad y aflicción de espíritu. Que se acostumbren a ver las cosas del mundo, no según sus apariencias, sino como son en realidad.

—¿Y de dónde proviene principalmente esta niebla?
 —Así como la virtud que más brilla en el Paraíso es la pureza; también la oscuridad y la niebla es producida por el pecado de la inmodestia y de la impureza. Es como un negro y densísimo nubarrón que priva de la vista e impide a los jóvenes ver el precipicio que les amenaza con tragárselos. Dígales, pues, que conserven celosamente la virtud de la pureza, pues los que la poseen, florebunt sicut lilium in civitate Dei.
—¿Y qué se precisa para conservar la pureza? Dígamelo, que yo se lo comunicaré a mis jóvenes de su parte.
 —Es necesario: el retiro, la obediencia, la huida del ocio y la oración.
—¿Y después?
—Oración, huida del ocio, obediencia, retiro.
—¿Y qué más?
 —Obediencia, retiro, oración y huida del ocio. Recomiéndeles estas cosas que son suficientes.

Yo deseaba preguntarle algunas cosas más, pero no me acordaba de nada. De forma que, apenas el prelado hubo terminado de hablar, en mi deseo de repetirles aquellos mismos consejos, abandoné precipitadamente la sala y corrí al Oratorio. Volaba con la rapidez del viento y, en un instante me encontré a las puertas de nuestra casa. Seguidamente me detuve y comencé a pensar:

—¿Por qué no estuve más tiempo con el Obispo de...? ¡Me habría proporcionado nuevas aclaraciones! He hecho mal en dejar perder tan buena ocasión. ¡Podría haber aprendido tantas cosas hermosas!

E inmediatamente volví atrás con la misma rapidez con que había venido, temeroso de no encontrar ya a Monseñor. Penetré, pues, de nuevo en aquel palacio y en el mismo salón.

Pero, ¡qué cambio se había operado en tan breves instantes! El Obispo, palidísimo como la cera, estaba tendido sobre el lecho; parecía un cadáver; a los ojos le asomaban las últimas lágrimas; estaba agonizando. Sólo por un ligero movimiento del pecho agitado por los postreros estertores se comprendía que aún tenía vida. Yo me acerque a él afanosamente:

—Monseñor, ¿qué es lo que le ha sucedido?
 —Déjeme—, dijo dando un suspiro.
 —Monseñor, tendría aún muchas cosas que preguntarle.
—Déjeme solo; sufro demasiado.
—¿En qué puedo aliviarle?
—Rece y déjeme ir.
—¿Adonde?
—Donde la mano omnipotente de Dios me conduce.
 —Pero, Monseñor, se lo suplico, dígame dónde.
—Sufro demasiado; déjeme.
—Al menos dígame qué puedo hacer en su favor.
 —Rece.
 —Una palabra nada más, ¿no tiene que hacerme algún encargo para el mundo? ¿No tiene nada que decir a su sucesor?
—Vaya con el actual Obispo de... y dígale de mi parte esto y esto.

Las cosas que me dijo a vosotros no les interesan, mis jóvenes, por tanto las omitiremos.

El prelado prosiguió diciendo:
—Dígale también a tales y tales personas, estas y estas otras cosas en secreto.
 —¿Nada más?—, continué yo.
—Diga a sus jóvenes que siempre los he querido mucho; que mientras viví, siempre recé por ellos y que también ahora me recuerdo de ellos. Que ellos rueguen también por mí.
—Tenga la seguridad de que se lo diré y de que comenzaremos inmediatamente a aplicar sufragios. Pero, apenas se encuentre en el Paraíso, acuérdese de nosotros.

El aspecto del prelado denotaba entretanto un mayor sufrimiento. Daba pena el contemplarlo; sufría muchísimo, su agonía era verdaderamente angustiosa.

—Déjeme —me volvió a decir—; déjeme que vaya donde el Señor me llama.
—¡Monseñor!... ¡Monseñor!...—, repetía yo lleno de indecible compasión.
—¡Déjeme!... ¡Déjeme!...

Parecía que iba a expirar mientras una fuerza superior se lo llevaba de allí a las habitaciones más interiores, hasta que desapareció de mi vista.

Yo, ante una escena tan dolorosa, asustado y conmovido me volví para retirarme, pero habiendo dado al bajar la escalera con la rodilla en algún objeto, me desperté y me encontré en mi habitación y en el lecho.

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Como ven, mis queridos jóvenes, este es un sueño como todos los demás, y en lo relacionado con vosotros no necesita explicación, porque todos lo han entendido. [San] Juan Don Bosco terminó diciendo:

«En este sueño aprendí tantas cosas relacionadas con el alma y con el Purgatorio, que antes no había llegado a comprender y que ahora las veía tan claras que no las olvidaré jamás».

Así termina la narración que nos ofrecen nuestras Memorias. Parece que [San] Juan Don Bosco haya querido exponer en dos cuadros distintos el estado de gracia de las almas del Purgatorio y el de sus sufrimientos expiatorios.

El [Santo] no hizo comentario alguno sobre el estado de aquel buen prelado. Por lo demás, por revelaciones dignísimas de fe y por los testimonios de los Santos Padres se sabe que personajes de santidad suma, lirios de pureza virginal, ricos en méritos, por faltas ligerísimas hubieron de permanecer largo tiempo en el Purgatorio.

La justicia divina exige que antes de entrar en el cielo, cada uno pague hasta el último cuadrante de sus deudas.

Habiendo preguntado algún tiempo después a [San] Juan Don Bosco — continúa Don Lemoyne— si había cumplido los encargos que se le habían dado por parte de aquel Obispo, con aquella confianza con la cual me honraba, le oí responder:
—Sí, he observado fielmente lo que se mandó.